martes, 11 de julio de 2023

EL CLUB DE LECTURA - DIEZ MESES MÁS TARDE

11 julio 2023

San Antonio de los Altos ha probado ser un lugar que se nos tatuó en el corazón. Ha pasado un buen año desde que llegamos a vivir por tercera vez en estas queridas montañas. Un año que se va alejando de la pandemia del Covid19. Con varias mudanzas a cuestas dentro del municipio Los Salias que nos acoge, y un par de movidas fuera de éste para Corina, mi hija mayor. Estoy harta de mover peroles. Espero que la próxima, de la que no nos salvaremos, sea la última y la mejor de todas. 

Ya no vivimos en La Rosaleda, en el apartamento alquilado a donde llegamos. Ahora habitamos y amamos a Iroma, la casa de nuestros queridos Carolina y Jokin, una casa buena y bella, amada, que se quedó solita hace como diez años y que ahora cuidamos y restauramos con enorme placer y agradecimiento. Una saga de arrancar a diestra y siniestra bambucillos entrépitos en jardines y jardineras, de aprender a recoger alacranes vivos por la casa, y luego llevarlos a la sede local de los bomberos para su entrega posterior a la gente de la UCV, que les extraen el veneno para elaborar suero antiescorpiónico, muy importante para ayudar a quienes pican estos bichos. Ninguna de nosotras, a Dios gracias. Aprender a golpear arriba y abajo cada zapato que te pones y las toallas antes de secarte, donde sea. Iroma nos ha permitido aprender a vivirla y quererla. Es un lugar extraordinario. 

Carolina me dice que Iroma significa "viento". Es una palabra en Pemón, nuestra etnia indígena habitantes de la Gran Sabana y el Parque Nacional Canaima en el sureste venezolano. Esta casa le hace honor a su nombre y gentilicio. Amarla y cuidarla se nos ha hecho muy fácil. Cada día nos movemos mejor con ella y en ella. 

Este pasado año no sólo nos mudamos como locas. En los meses pasados hemos vivido experiencias completamente nuevas, otra vez. Temas de nuestra salud, del amor a la vida, de la esperanza, de la decisión de estar bien, de amar lo que tenemos, lo que hemos perdido y lo está por venir. También fue el momento de aprender a ser empresarias. En abril pasado abrimos una tienda en La Casona 1, el icónico centro comercial sanatoñero a orillas de la carretera Panamericana, vía Los Teques. 

Hemos estado lejos del blog, lejos de Caracas, atornillando nuestra vida de nuevo ahora en San Antonio. 

Aquí estamos otra vez. Les dejo lo último que escribí para el blog, que hoy publico - diez meses más tarde - de un año activo, alegre y esperanzado. 

Un abrazo. 

 

EL CLUB DE LECTURA

San Antonio, 9 septiembre 2022

 

Un hombre mayor que carga un tubo sobre sus hombros, es lo primero que vemos el día que vamos preguntar por la ubicación de nuestro puesto en el estacionamiento, ahora que nos hemos mudado a este edificio grande en medio de tantos otros iguales, donde los carros se guardan en unas estructuras aparte, situadas entre los edificios. Me fijo que las manos del hombre se apoyan en ambos extremos del tubo, que tiene poco menos de un metro de largo. Parece una pose incómoda pero el viejo camina erguido con esa línea recta sostenida con ambas manos y cara de pocos amigos. Nos asignan un puesto en el tercer nivel, con sus tres vuelos de escaleras casi siempre húmedas en este clima de la montaña, así que lo primero que sacamos de las cajas de la mudanza son aquellos feos zapatos con suela anti resbalante. Hemos visto que el hombre del tubo lleva puestas unas grandes botas de goma, lo que nos habla de mucha agua en nuestro futuro.

Vengo entrando al garaje en una de esas mañanas de sol de montaña, donde estallan en el aire la luz y el fresco de estas alturas de las afueras de Caracas, y veo al tipo del tubo sentado sobre una caja vacía de botellas de cerveza. Volteada sobre su lado más angosto, el plástico rojo de la caja brilla en la penumbra del estacionamiento. Con el tubo sobre las piernas y la cabeza inclinada hacia adelante el hombre lee un libro. Está tan absorto en su lectura que ni nos mira al pasarle por un lado para ir a nuestro puesto. De salida, escojo ir caminando por la escalera más cercana al viejo que sigue leyendo, y le saludo al pasarle cerca.

Con curiosidad le doy los buenos días como excusa introductoria para preguntarle qué está leyendo, a lo que me muestra un viejo libro delgado, y veo asombrada que es “El hombre de la armadura oxidada”, una novela corta una novela del escritor y guionista estadounidense Robert Fisher.

-      “¿Usted lo ha leído?”, - me pregunta el viejo con una amabilidad en la voz que nada tiene que ver con el amenazante tubo metálico que tiene sobre las piernas, que ahora de cerca puedo apreciar mucho mejor, y del cual cuelga en un extremo una cabuya que va de lado a lado en una de sus puntas a la que han abierto dos huecos para dejarla pasar.

Le digo al hombre que no conozco ese libro, a lo cual me responde que si me gusta leer me lo puede prestar. Entusiasmada por este hallazgo de un ávido lector con quien compartir algunos libros, le ofrezco prestarle alguna que otra novela, a lo que me responde con ojos brillantes y una enorme sonrisa,

- “¡Y hasta podríamos hacer un club de lectura, licenciada!, ¿Qué le parece?”

Me trago las lágrimas que me brincan a los ojos, y le pregunto qué género le gusta. Suspenso y detectives. Le ofrezco un par de novelas de Agatha Christie, autora que dice conocer y acepta encantado. Se llama José Martínez. Me acabo de inscribir en un club de lectura. Subo al apartamento, saco las viejas novelitas de una de mis cajas de libros y bajo corriendo a dárselas al hombre del tubo, el Sr. Martínez.

Hace unos días regresaba de Caracas y al entrar al estacionamiento, veo a Martínez inclinado sobre “Tragedia en Tres Actos”, uno de los libritos que le diera y que me muestra sonriente desde su asiento rojo vacío de cervezas. Le sonrío cómplice, mientras intento poner derecho el carro en el estrecho puesto que me han asignado, ubicado entre una columna de concreto y una destartalada camioneta inclinada hacia mi lado sobre un gato hidráulico con un enorme letrero de SE VENDE, y mientras maniobro para no rayar mi espejo retrovisor izquierdo, siento cómo se me arruga el corazón en el pecho. Este viejo lector sigue luchando y leyendo, pase lo que pase. Vivo en una sociedad en pedazos, que lucha con dignidad por sostenerse en pie. Meto la cabeza entre mis brazos cruzados sobre el volante y me dejo llorar por unos segundos, porque esas lágrimas que te tragas muchas veces pasan facturas, así que las dejo salir y me soplo la nariz con un trocito del papel de baño que siempre cargo en la guantera de mi Starlet sincrónico de 1998.

Martínez me esperaba ayer en la boca del garaje para darme la novelita de Fisher. La leí de una sentada y se la he pasado a mi hija menor. Me pareció una versión de caballería de Juan Salvador Gaviota, y bueno eso también se vale. El viejo vigilante me ha dicho que a él esta lectura le ha dado mucho de qué pensar y que me la recomienda. Tambonito, como dice la Merce Otero, mi amiga querida.

Animada por nuestra recién adquirida amistad literaria, hoy le pregunté a Martínez de qué va el tubo ése que carga siempre consigo en sus guardias en nuestro garaje.

-      “Licenciada, - me contesta- en este país cada quien hace lo que le da la gana. Es mi aviso de que seré viejo, pero no pendejo.” 

Me gusta este pana literario. Aún sin el tubo, tal parece que ando en las mismas que mi compañero del improvisado círculo de lectores. Así que, si uno se fija bien, es cierto que la vida no para de darte sorpresas. Habrá que estar bien pilas para no perdernos de ninguna.

Comienza nuestra nueva vida en la montaña. San Antonio de los Altos por tercera vez. Ésta será la vencida, como dicen. Ojalá. Haremos todo lo posible porque así sea. Nos lo piden el alma y los años.

Gracias.


domingo, 28 de agosto de 2022

LA OTRA CARA DE LA MONEDA - La devaluación hecha arte y otras cuitas

Emigración e inflación en primera persona.

 

¿Qué hacer cuando el dinero no vale nada? Más precisamente ¿Qué tiene que ver una artista textil con una moneda nacional que perdió todo su valor? Esa era la pregunta a la que daba vueltas y vueltas a mi regreso a Venezuela, el país que dejé en medio de uno de los mayores y mayormente desconocidos desplazamientos civiles de este siglo.

 

Hoy un bolívar venezolano vale US$ 0.00000197695, o el equivalente a nada. La dolorosa contradicción es que la moneda per se, los billetes, son hermosos, impresos en papel de gran calidad y adornados con colores que son un homenaje a nuestra herencia caribeña.

 

Escritora, columnista, artista y docente textil, apasionada cocinera, madre y abuela, fui una más del inmenso éxodo que nos hemos vuelto los venezolanos. Junto a mi familia por muchos años vivimos en los Estados Unidos, y luego también pasamos un buen tiempo en Argentina. con mi hija mayor. Llegué de vuelta a Caracas en septiembre de 2018, para vivir ahora en las faldas del enorme cerro El Ávila que nos separa del Mar Caribe y nos define como ciudad.

 



A nuestra llegada nos encontramos de frente con una sociedad desbaratada, la cual sobrevive dentro de un hermoso país en ruinas. En medio de una hiperinflación bárbara, es una Venezuela profundamente devaluada. Bienes raíces, obras de arte, sueldos y salarios son ejemplos cotidianos de la inflación y la devaluación galopantes que se han disparado en mi país. Desde nuestra llegada hemos tenido varios ajustes con el mismo dinero inorgánico en diferentes versiones de billetes inservibles. El papel de los billetes vale más que el valor facial impreso en estos. De pronto los botes de basura rebosan de dinero que nadie quiere.

 

La divisa extranjera se vuelve la moneda informal. Los venezolanos le damos la espalda al bolívar, nuestra moneda oficial desde 1879. Si la devaluación significa que la moneda local pierde valor respecto a una divisa de referencia como el dólar, la inflación le pisa de cerca los talones. Cada día se requieren más bolívares para acercarse a un dólar. El Banco Central de Venezuela, organismo gestor de las emisiones de nuestra moneda, insiste en seguir imprimiendo estos billetes vacíos, en una montaña rusa de inflación y devaluación.

 

Billetes que nadie quiere

 

Durante esos primeros meses del regreso, estupefacta y adaptándome a la situación, reúno billetes que están en buen estado y les aliso las caras a los próceres de diferentes valores. Sin una idea demasiado clara de las razones, comienza el rescate de hermosos billetes sin curso legal. Un romántico intento de salvaguardar la poca dignidad que les va quedando, pues ahora estamos en un nuevo “cono monetario” que intenta disfrazar la debacle, y que muy pronto también sucumbirá devaluado bajo el peso imparable de este modelo económico. En fin, me subo las mangas y plancho los rostros absortos de estos hombres y mujeres ahora sin valor alguno. A unos cuantos habrá que alisarles las arrugas del papel. Guardo estos billetes solitarios entre libros y cuadernos que se llenan con las reflexiones de la crónica de este regreso.

 

En las siguientes semanas encuentro por doquier artesanos locales que elaboran unas complicadas obras con estos billetes, ahora plegados y doblados repetitivamente, haciendo pequeñas y medianas esculturas de animales y piezas más funcionales como envases cóncavos para servir alimentos y pequeños manteles individuales. En una venta de empanadas en Altamira, al noreste de Caracas, encontramos un hermoso cisne de tamaño mediano sobre el aparador, todo hecho de billetes verdes y azules de extintos 10 y 20 bolívares, plegados con sumo cuidado y recubiertos de lo que parece ser un esmalte iridiscente. De los botes de basura a los aparadores, nos alcanzó al mismo tiempo y en medio de la inflación, esta extraña mezcla de Kitsch con origami criollo. Ese día sentí en la boca del estómago la devastadora fuerza de esta devaluación. De regreso en casa saqué algunos billetes y los puse a la vista sobre la mesa de trabajo. A ver qué tenían que decir estas imágenes sin valor aparente.

 

Escribir, cocinar y bordar

 

Desde los años 90 he sido columnista de la prensa local venezolana, y más adelante también cronista en un blog del cual me ocupo demasiado poco. Guardo docenas de diarios escritos a mano y en secreto. También amo las puntadas, el bordado, las aplicaciones y las telas. Desde hace varias décadas trabajo a cuatro manos en estos dos oficios. He publicado y expuesto poco. Me he mudado mucho. Perdido casi todo lo material menos mis libros, cuadernos y materiales textiles. Ganado experiencia y serenidad. Tengo casi setenta años, estoy con quienes amo y donde quiero, algo que importa muchísimo, aunque apenas si lo entiendo. Por otro lado, a veces el sentido de la vida sólo me regresa frente a los fogones de la cocina, así que tampoco me alejo demasiado de recetas y cacharros. Por si acaso.  

De vuelta a los billetes rescatados, pronto comienzan a ser demasiados. Se han ido amontonando por todos lados.


                               



Una fría mañana de domingo, armada de mis hilos y agujas, comienzo a trabajar el cabello de una valiente mujer del siglo XIX venezolano, Luisa Cáceres de Arismendi
Un nuevo peinado bordado de nuditos franceses en hilo verde, azul, amarillo y dorado. Un nuevo rostro para ella y también para mí. Algo muy bueno nos sucede a ambas en paralelo.

 

 


Sonrío en silencio. Ella luce más bella y alegre.

 

Y así comienza una travesura muy interesante. Un sombrero de seda para el buenmozo de Francisco de Miranda.

 



 


Una corbata amarilla de lazo y bigotes dorados para el rebelde Ezequiel Zamora.



Simón Bolívar me mira impávido. ¿Acaso son ideas mías, o al héroe se le asoma una casi sonrisita, medio Monalisa? 

 

Bordar a esta gente resulta una maravillosa compensación de tantas frustraciones.

 

El valor facial está ahora en sus miradas, lejos de la basura. De vuelta a la vida útil.

 

Buenas pelucas y elegantes sombreros le regresan algo de vida a la naturaleza muerta que eran estos billetes. Nada como el arte y la literatura para revestir de esperanza estos nublados días venezolanos. Este vivir en una era de profundos cambios, ahora pasa también por bordar, tratando de entender mejor las cosas complicadas, obteniendo así lo mejor de muchos mundos.  

 

Quedarse en Venezuela

 

Donde hemos vivido por casi dos años hay una enorme cocina profesional a gas, y éste por ser directo pareciera que nunca falta, lo cual es un gigantesco privilegio en medio de tantas fallas. Cocino en silencio por horas, intentando regresar a los sabores y olores de esta tierra, a las costumbres de una familia desparramada por el mundo. Todo parece indicar que la aventura de vivir ahora mismo en Venezuela, significará también enamorarse de nuevo.

 

Dar clases, escribir, cocinar, bordar y remendar. Notas diarias y billetes fallidos. Cambiar su rostro y el mío. Sostener nuestra mejor sonrisa bajo la tormenta, como lo siguen haciendo los personajes venezolanos de estos billetes. Tal parece que en esas andamos y seguiremos por un buen rato.


Gracias por compartir.

 

PD: 15 de julio 2022 –Como quien se arropa con una vieja cobija, hace tres semanas regresamos a lo conocido, ahora con un suéter encima a toda hora. Nos hemos vuelto a mudar. Ahora viviremos en los Altos Mirandinos, estamos de nuevo en San Antonio de los Altos. Esta montaña nos regresa la voz. Ya hablaremos de eso.

 

plazaelena@gmail.com

www.diariococinayletras.blogspot.com

@elenaplazatextil    

sábado, 24 de abril de 2021

VIVO EN UN PAIS ROTO

Vivo aquí por escogencia. Vivo en un país roto.  Sin embargo, no estoy rota. Soy una mujer fuerte y sana por dentro y por fuera, con algunas cositas que arreglar. Considerando, estoy bastante bien. Me he dejado crecer el pelo (no me gusta llamarlo cabello), lo tengo completamente blanco al natural cero tintes ni cortes raros, me lo amarro con una cola que hice con un elástico con el cual hacía unos tapabocas. Vivo en Caracas. 

Amo a esta ciudad llamada Caracas, y también amo sus alrededores. Lo sé cada mañana y cada noche. En las tardes lo siento menos, pero todo el día siento con mayor o menor intensidad esa cosa que me aprieta el pecho sólo por estar acá, en Venezuela, y en Caracas.

Me gusta el norte de la ciudad. Caracas es mi lugar favorito en todo lo que conozco del mundo, en competencia con la sensación del silencio en los pasillos de la Tate Gallery en Londres, y el goce de las tiendas de perolitos viejos del mercado de San Telmo, en Buenos Aires. Amo moverme y mudarme. Amo viajar y montar una casita en cada mesa de noche a donde llego. Llegar a Caracas tiene mucho de parada definitiva y lo siento en cada hueso del cuerpo. Lo veo en mi mesa de noche caraqueña.

Ahora no estoy viviendo en el norte de Caracas, pero le veo desde una privilegiada ubicación desde el sureste. Miro al norte con permanente sorpresa de lo mucho, muy feliz, que me hace ver ese cerro tan grande. El Ávila se despliega casi completo desde Catia hacia Guarenas frente a la parte trasera de esta casa donde ahora vivo. Hace nueve meses que miro a nuestra montaña con un amor que me llena el alma de ternura cada cinco minutos. Hace cuatro meses mi panita Jorge Gan me operó las cataratas de ambos ojos y de pronto volví a ver cuántos tonos de verde había en cercana la mata de mango de esta casa y el lejano cerro que nos cobija por el norte en este valle.   

Tengo tres semanas cosiendo estrellitas, sólo siete, alrededor de imágenes frescas de amarillo, azul y rojo. Me gusta lo subversivo del gesto, de que sean sólo siete porque me da la gana y porque no acepto que se me diga cómo es la cosa desde el resentimiento y no de desde la razón. Aunque sobren razones para justificar el resentimiento, no me importa. La razón siempre debe privar. De lo contrario el diálogo se vuelve lucha, la lucha, revolución, y la conversación entre las partes desaparece para darle paso a una gesta genocida de un sector sobre el otro. Te lo impongo por la fuerza y si no lo aceptas por las buenas, te golpeo e intento destruirte. Si no puedo destruirte, entonces te aparto y te ignoro.  

Así mató Caín a su hermano. Así te pega la primera vez el padre de tus hijos. Así lo dejas de amar y respetar en ése preciso lugar y minuto. Así se muere uno un poquito con la primera mentira que le descubres a alguien a quien le has abierto tu corazón y el de tus hijos. Porque el miedo y el rencor siempre van de la mano con la violencia y la mentira, especialmente cuando éstas son agresivas y no defensivas. O siempre. No lo sé. Tampoco importa demasiado a estas alturas.

Lo que sé con mucha certeza, es que la vida es mucho más complicada de lo que te cuentan en la infancia, menos de lo que sin embargo te parece en la adolescencia, y totalmente distinta a lo que te convences que es la vida adulta cuando pasas los sesenta y cinco, y sigues vivo para tu mayor alegría y susto.

Mi papá se murió de miedo a los sesenta y cinco, por eso vivo cada día en el presente, porque comprendí con su muerte que nada debe darnos más miedo que el miedo mismo, y que el futuro no existe sino para ahorrar dinero y haber guardado para tener un techo propio y seguro sobre la cabeza, además de poder pagarte un seguro de salud suficientemente bueno. Si no tienes estas seguridades a futuro, no te queda otra que mirar adelante con los pies ligeros, ojos bien abiertos y una super sonrisa en el corazón, porque lo que viene es joropo sin duda ninguna. Hay que prepararse para bailar.

Hace unos cuantos años, hice caso a voces que me aconsejaron lo que creyeron era lo mejor para mí y mis dos hijas, y vendí todo lo que había logrado asegurarme para la vejez para regresarme a vivir en el sueño americano, lo cual nada tiene ni tendrá nunca mucho que ver conmigo. No le hice caso a una vocecita loca que cargo dentro, que me hablaba sin parar y que entonces me decía que no me no me moviera más, que me quedara quieta, que me sentara a escribir y a repensar mi trabajo, mi obra visual y mis escritos. Que cuidara el inmenso regalo que me habían hecho en el último divorcio al garantizarme el techo y el sustento. Que dijera lo que vine a decir y lo dejara bien dicho. No. Seguí corriendo y dando vueltas alrededor de mi cola y fue entonces cuando me caí de bruces. Todavía me curo los raspones de semejante caída, pero ahora escucho con más respeto a esa vocecita que está también bastante más cansada y asustada con mis loqueras. Me ha costado convencerla de que siga conmigo y no me abandone. Que confíe en que estoy siendo mucho más seria con este proyecto de ser quien soy y salir bien parada de haberlo averiguado. Estoy ahora en el proceso de aprender a defenderlo.

Vivo en un país roto que no quiero reparar y del cual no espero casi nada, sino amarle y ser amada por éste. Es un lugar chiflado, que nunca fue relevante hasta que se volvió titánicamente indispensable, para luego no tener ni idea de qué hacer con semejante relevancia.

A la pobre Venezuela le ha pasado esto dos veces en su historia y las dos veces ha puesto dos gigantescas tortas: después de la gesta independentista del siglo XIX, y con el boom petrolero de mediados del siglo XX. Mucho con demasiado para tanta juventud y belleza. La torta, pues. Vivo en las ruinosas consecuencias de semejante adolescencia social, mientras veo cómo Venezuela intenta hacerse un adulto responsable de su propia vida, asume sus errores e intenta corregirlos al tiempo que se desliza por un barranco de lamentables consecuencias sociales, culturales y afectivas.

Todo se cae a pedazos a nuestro alrededor en esta tierra ahora casi sin gracia. Sin embargo, para nuestra mayor sorpresa y felicidad, aquí sigue vivito y coleando ese nosotros mágico maravilloso que somos y hemos sido desde el primer día. Nos lo olemos unos a otros, con alegría y medias sonrisas.

Y así vamos, poco a poco, de brinco en salto, mientras Tío Tigre y Tío Conejo se ponen de acuerdo para la próxima aventura juntos en cada uno de nosotros, sus hijos y orgullosos herederos. Mientras tanto, sigo mirando hacia adelante, agradecida con los verdes insólitos que descubro a cada rato, por esas guacamayas que cruzan el cielo frente a nosotras en esta casa, y con los extraordinarios camburcitos manzanos que se consiguen en la muy extraña frutería que queda cerca de la bomba en Las Acacias, donde pongo gasolina subsidiada cuando el calendario oficial dice que me toca por el número de placa de mi carrito.

Unas de cal y otras de arena. Como un albañil de la madurez, así va uno rellenando las grietas de esta vida rota que nos tocó vivir. Sabes ahora sonreír desde el corazón, mientras aprendes a bailar. Eso está buenísimo.

Gracias. 

Caracas marzo-abril 20121

sábado, 27 de febrero de 2021

 


                                   (escrito hace poco más de un año)


HUECOS, VACIOS Y PARADOJAS

Caracas, enero 2020

Al regreso de la pausa que es cualquier viaje, siempre tendrás que adaptar de nuevo tus pequeñas rutinas. Eso pensaba frente al espejo sobre mi lavamanos, cuando recordé avisarle a mi mamá que había llegado bien a casa. Así de golpe, dos enormes lágrimas hirvientes. No habrá más llamadas. Se acabó la complicidad de eso que sólo ella y yo sabíamos. Vengo de vuelta del funeral de mi mamá en Miami. Agarrada al borde del lavamanos miro mis ojeras en el espejo. El enorme hueco de la orfandad se me extiende por el pecho. Ausencias que quizás sea lo que nos define. Mi hermano Juan hizo posible que todos los cinco hermanos nos reuniéramos, llevándonos a Alicia y a mí para reunirnos con los demás allá en Miami.

En fin, estoy de regreso en Caracas. Mi madre murió lejos hace poco más de dos semanas. Días de vacíos y de huecos. De evaluar y sacar cuentas. Revisar y evaluar la situación en la que me he ido metiendo. ¿Cuáles son las tareas pendientes ahora de vuelta en Venezuela? Aquí en Caracas hay tanto que no hay. Tanta ausencia. Tanto hueco. Para donde mires, sin embargo, verás soluciones a esos vacíos: desde mermeladas caseras hasta soluciones digitales, toda clase de respuestas que intentan volver a poblar lo que se quedó solo.

Resulta curioso sentirse bien acá, en medio de una situación tan exigente, donde tantas veces a tu audacia está obligada a ganarle la partida al susto. Hacer arqueo de caja con frecuencia como estrategia para serenarse, hago un recuento constante de lo que tengo en favor nuestro: la fuerza que llevo dentro, el apoyo de mis hijos mayores, la compañía de mi hija menor, estar en malo conocido, mi carrito Toyota Starlet de 1998, el anexo donde vivimos, la red de afectos que hemos construido. Se necesita mucho apoyo en esta campaña de buscar refugio en una ciudad desamparada, donde todo parece estar a la buena de Dios.

Esta ciudad fea y hostil llamada Caracas, que puebla un lugar hermoso, mágico que geográficamente también se llama el valle de Caracas. Calles y gente llenas de huecos. Para donde veas siempre hay algo roto. Pero, también ves gente estupenda llena de alegría y coraje. Vives en una amable temperatura todo el año, rodeada de paisajes verdes, azules y naranja rojizo que quitan el aliento. Por doquier consigues unas cocinas que se saben mover con una maestría intuitiva dentro y fuera de los sabores locales. Una y otra vez no te queda otra que decirte a ti misma que Venezuela es simplemente increíble, y que la ciudad de Caracas, es un guiño a todo lo posible.

Desde hace un año manejo mi carrito viejo por esta ciudad.  Huecos asombrosos y rutinarios de hasta veinte o treinta centímetros de profundidad y casi un metro de ancho, en medio de cualquier vía, que van aflojando todo en el carro y en tu cuello. Alcantarillas redondas sin tapa y sin fondo. Huecos largos y huecos anchos, los hay superficiales, los hay profundos, surcos en el asfalto que se van volviendo canales y rasgaduras en calles y avenidas. Los inexistentes sellos en las juntas de dilatación en los puentes elevados y los pisos altos en las vías de esta lastimada ciudad, son un constante castigo para los amortiguadores del carrito y la columna vertebral de cualquiera. Te aprendes los huecos cuando ya has caído dentro demasiadas veces, y cada día hay huecos nuevos por conocer. Se aclimata uno rápido a esta adversidad.

Otra historia es la gente, que también está muy lastimada. La encuentras por todas partes con sus huecos, unos visibles y otros no tanto. Enormes vacíos en el espíritu de esta nueva sociedad venezolana. Ves con asombro como la ausencia de escrúpulos crece a tu alrededor. Náusea de volverte así. Varias veces al día en silencio digo que no. Aunque el cansancio, la frustración y la desesperanza han abierto enormes huecos en el alma venezolana, la gente no tira la toalla en este país del asombro, y responden agradecidos a cada sonrisa que les compartas. Aunque el abandono y la desidia de la infraestructura te determinan la vida en esta pobre ciudad, miles de personas a diario no se dejan paralizar por semejante destructividad, y la sufren en medio de cómplices mentadas de madre colectivas a los sinvergüenzas que han terminado de arruinarnos la vida urbana y la poca convivencia sana que nos quedaba.

Es que, como dice mi hermano Juan, el comunismo no cree en el mantenimiento. Le agrego que tampoco cree en los valores morales y espirituales del individuo. Sólo cree que el “proceso político” es lo único importante. Sólo esos valores son pertinentes. La destrucción de lo que había y la sustitución por este “hombre nuevo” que no sabe de dónde salió ni para dónde va. Aquí ese desconcierto se ha vuelto lo cotidiano.

Al hueco del duelo por mi madre que cargo dentro, ahora se une esta sensación de salto al vacío. Ausencias de estructura, seguridad y coordinación que se nos abren bajo los pies. Vértigo de no ver coherencia en ninguna parte. El caos como norma. La mentira como verdad. Es desesperante. Hay que aprender a vivir así. En eso estamos.

Amanece una bonita mañana caraqueña de enero. Tres guacamayas azules y amarillas pasan volando hacia el Ávila. Ese amado tono rosa en el cielo conocido. Ojalá yo pueda aprender de los huecos en los que he caído. Ojalá pueda reparar los pobres amortiguadores de mi carrito. Ojalá resulten verdades tantas embustes que escuchas a diario. Ojalá.

Mientras tanto, escribo mucho, bordo y coso todo lo que puedo. Tengo trabajo que atesoro y me gozo muchísimo. Cocino sabroso, casi todos los días. La música me acompaña. Abrazo a los afectos que se dejan querer. Ando lo más ligera posible. Seco mis lágrimas y también las ajenas. Mi madre era una mujer fuerte, buena e inteligente. Ella fue una adversidad llena de amor que me enseñó a perdonar. Caigo en cuenta que tengo varios días llenando su vacío con nuevas imágenes y recuerdos. Un enorme agradecimiento me llena el corazón mientras cierro esta crónica.

No soy buena persona por accidente sino por aprendizaje y elección.

Estoy donde corresponde estar. Sentir ese compromiso, aunque sea sólo eso, se siente bien. Ayuda, y mucho.

Gracias.   


viernes, 29 de enero de 2021

CATARATAS

 

Cataratas y otros eventos de la madurez

"La libertad solo se obtiene a costa de la incertidumbre"

                                                           Zygmunt Bauman

 

Es fácil entender que cuando operan tus ojos de cataratas, y luego te insertan en lugar del cristalino opaco una eficiente lente multifocal, recuperes la visión de hace lo menos cuarenta años. Mientras tu primer ojo operado se recupera del trauma sufrido en quirófano, y tú también, lo que parece un poco más complicado de asimilar es el hecho simple de volver a ver bien.

Escribo todos los días desde hace mucho tiempo. Lleno cuadernos y libretas de mis notas madrugadoras, una suerte de compendio del día anterior, de planes y sueños para los días por venir, observaciones del entorno, quejas, lamentos y alegrías acerca de la vida diaria. Cada día cuando abro los ojos y me voy adaptando lentamente al cambio del sueño a la vigilia, estiro el brazo y apago la máquina CPAP para respirar bien mientras duermo, suelto de sus velcros las tiras que sostienen esa máscara que ya forma parte de la noche sobre mi cara, y busco el celular para ver la hora. Cada despertar lo mismo, día tras día, donde quiera que esté, cada mañana. Los lentes de lectura aparecieron cerca de los cuarenta, y desaparecieron la semana pasada.

Desde muy jovencita, por allá al comienzo de los años setenta, me sedujo el bordado. En El Libro Italiano, en Sabana Grande, conseguía revistas Mani di Fata que conservo a pesar de las decenas de mudanzas, varias inclusive de país. Así será la pasión por este oficio. Un vicio de telas, hilos y agujas. Lentes de presbicia también para dar puntadas y a veces coser a máquina.

Cargo un libro de turno siempre que vaya a donde haya que esperar. Desde que los celulares ocupan casi todo el ocio en los tiempos de espera, es más de bicho raro eso de sacar un libro y ponerse a leer. Los libros también han estado siempre ahí, casi los mismos, desde la carrera de Letras hasta el día de hoy.

Cuando llegas casi a los setenta años, un día caes en cuenta que tienes mucho que ver hacia atrás, Algunas miradas son muy gratas, otras te traen tristeza y también hay ahora certidumbres que nunca estuvieron allí, certezas que han sustituido a ciertas preguntas, y en mi caso, un apego y un desapego que se mantienen en una nueva pugna por convencerme de qué conservar, dónde vivir y a quién seguir amando, La vejez es de todo menos aburrida. 

 

Caracas, 22 noviembre 2020

miércoles, 24 de junio de 2020

CARACAS 2 (sin fecha) . Publicado 24 junio 2020


CARACAS 2 

(escrito primeras semanas de 2019 y publicado junio 24, 2020)



SE ME HA IDO LA VOZ

Hace ya doce semanas que no escribo ni publico en el blog. Sigo escribiendo en el diario que llevo desde hace tantos años. Sólo cuitas, recuentos y planificaciones. Pocas reflexiones. Me miro y no me reconozco. Intento pensarme esta madrugada insomne. Me pregunto qué hago con mis muchas horas en la vigilia de estos nuevos días en Venezuela, en Caracas. Planifico y pongo en marcha un montón de actividades que giran alrededor de la atención médica de Alejandra, la menor de mis tres hijos. Busco y compro víveres a los mejores precios posibles. Hay montones de diligencias que tienen que ver con documentos de identidad y organismos públicos. También ando en la búsqueda de oportunidades inmobiliarias, intentando asegurarnos una vivienda dentro de esta caótica incertidumbre y en este mercado definido por el “entre vaya viniendo, vamos viendo”, eso tan nuestro que nos ha definido desde siempre.


RECONOCIMIENTO

Caracas luce medio vacía. Ya no hay el tráfico ni las congestiones de antes. Mucho menos el gentío por todos lados. Se ha ido y se sigue yendo mucha gente. En estas pasadas doce semanas he subido la carretera Panamericana un montón de veces hacia los Altos de Miranda, lo que fue nuestro hogar desde 1989 hasta 2009. Intento verme reflejada en alguna parte. Hasta ahora -lo sé- sin demasiado éxito. Caracas no se me ha hecho extraña, sólo ajena. San Antonio y Carrizal, la misma historia. Un poco menos, quizás. Mucha preocupación en las miradas que cruzas con los otros. Incertidumbre generalizada. Ganas de irse. De salir corriendo. Miedo. Esperanzas. Muchas preguntas y pocas respuestas.


AYUDAS Y APRENDIZAJES 

Regreso a Caracas en septiembre de 2018. Me echo a cuestas el cuidado de mi hija menor. A su edad, a la mía. Recibo con alegría el soporte que mis otros hijos nos dan. El muy valioso apoyo afectivo y económico de Armando, mi hijo mayor, quien desde California se ha hecho cargo. La otra hija, Corina, desde Buenos Aires, con su amorosa y cálida presencia constante, que como una caricia acompaña mis días, me alivia y me sostiene. La orientación terapética del Dr. Fernando Quiróz, porque andamos a ciegas en esto de la salud mental. Y mi mamá, quien aún dentro de sus propios predicamentos, tiene el tiempo y la energía para extender su mano y hablar por teléfono cada vez que logra comunicarse. Mis hermanos están pendientes,  también algunos amigos desde Estados Unidos y Argentina. Soy una mujer muy afortunada. Tengo salud, tengo afectos y tengo fuerza. Tengo tres hijos buenos. Tengo fe. Todo ayuda.

Me dispongo al aprendizaje en esto de pedir ayuda cuando lo necesito. No lo sé hacer muy bien, lo de pedir ayuda, pero aprendo. Ahí vamos. Los años me han hecho más torpe en muchos aspectos, y sin embargo también más prudente en algunos otros. Quiero creer que ahora también me estoy haciendo más humilde. Ojalá. Lo anhelo.


IR SOLTANDO

Cargo demasiado y se apresura el tiempo de soltar. 
Andar más ligera. 
Voy aprendiendo a dejar de lado lo que ya no quiero cuidar. 
Dejar atrás, bien dejado, todo lo que no se viene conmigo hacia adelante. 
Ya no quiero poder con tanto peso. 
Olvidar se vuelve una buena herramienta. 

Una nueva aventura: aprender a encontrar ayuda.

Un descubrimiento: mis torpezas.

Un aprendizaje: la humildad.

Un deseo: un espacio nuestro.

Una certeza: tengo con qué.

¡Gracias!

sábado, 26 de enero de 2019

Caracas 1 - 24 de enero 2019


CARACAS 1 – 24 de enero 2019

Al fondo canta “I want to get free” un Freddy Mercury que me eriza todos los pelos. Los audífonos no están buenos, son aquellos amarillos que nos regalaron el último día que estuve en Buenos Aires, al final de mi estadía en esa ciudad fantástica el año pasado, cuando tomamos el bus turístico que me llevo a conocer esa Buenos Aires imposible de visitar cuando trabajas 10 horas diarias. Así que escucho a medias, pero escucho haciendo silencio hacia allá afuera.

No quiero que Alejandra, mi hija menor que duerme en la cama individual que me sirve de sofá en la sala, se despierte con otro de mis habituales madrugonazos. Estoy en Caracas desde hace dieciséis semanas.

Regresé a casa.

Escucho a Cesar Miguel Rondón en la radio a través de la laptop y mis defectuosos audífonos amarillos argentinos. Nos dice a sus oyentes que no comentará las noticias. Hay estricta censura de un gobierno que no lo es, cuya banda de hampones controla con el miedo a casi todo en este país suramericano.

Hoy amanecimos de golpe. Ahora sí. Sólo música hasta las siete y media que vendrán al programa un par de psiquiatras, uno de ellos mi querido amigo Carlos Rasquin, a comentar en un foro sobre la sorprendente "resiliencia" de nosotros, los venezolanos. Cero comentarios editoriales o les cerramos la emisora. Ayer clausuraron dos emisoras en el Zulia. Se llevaron los transmisores, así de simple.

También ayer mismo, un muchacho nuevo se lanzó a la calle y esta vez en lugar de tirarle piedras a la ilegítima guardia nacional represora, se vistió de camisa blanca con mangas recogidas y le juró a toda Venezuela, con millones en la calle, expectantes, ansiosos de cambio y esperanzados, que es su nuevo Presidente Interino, que le pondrá orden a este desaguisado que nos hemos vuelto. Yo lo veía a través de una gruesa nube de lágrimas, nos pidió levantar nuestra mano derecha y jurar con él. Me vi levantando mi mano y llorando una vez más por mi sufrida tierra natal.

Por primera vez en casi cuatro meses y medio, vuelvo sobre mis pies y me siento a escribir. Como dice Juan Bautista, mi hermano, El Genio, recuperé la voz.

Regresé a Caracas por un par de razones contundentes: amor y finanzas. Con mucho de lo primero y poco de lo segundo, me encuentro una ciudad que casi no reconozco. Cuando llegué a Caracas, lloré sin parar por tres semanas, no, casi cuatro. Pero se me pasó. El amor seguía intacto.

Las finanzas rendían más aquí que en ninguna otra parte. Acá se le devaluó todo a la gente. Todo menos la resistencia. Se lo ves en la mirada. Los de Caracas ahora caminan de otra manera por la calle. Ves muchas menos sonrisas. Hay mucha más firmeza en sus gestos. Casi toda la ropa que ves a tu alrededor está vieja, desgastada y huele a sudor mal lavado.

Llego a vivir en Los Palos Grandes, el reino de decenas de guacamayas extraordinarias que te despiertan todas las mañanas con sus gritos destemplados. Caracas es un milagro de verdes y azules. No puedes dejar de ver El Avila por la mañana y al atardecer. Imposible no ver sus tonos rojizos en las laderas orientales cuando les da la luz del poniente. Después de pasar cinco años en el aire acondicionado o la calefacción indispensables para sobrevivir, es una delicia respirar en esta temperatura templada que le hace el amor a todos los sentidos. Un día me di cuenta de que ya no lloraba al abrir los ojos. Un poquito más tarde, comencé a dormir la noche completa. Mi hija menor me necesita. Yo necesito a Venezuela.

En los nuevos aires que soplan en estos días pasados, tal parece que nos estamos volviendo a encontrar para remediarnos mutuamente tantas necesidades. Por mi lado, arranco a resolver los muchos problemas del apartamento que alquilé a ciegas desde Buenos Aires. También habrá que ocuparse de una casita en Prados del Este, otro reducto de nuestra nueva vida en Caracas. Nos compartimos esta nueva vida entre los lugares donde vivo ahora con mi hija menor y nuestra perra viajera, la buena Francisca. Se me ha hecho muy evidente en esta nueva vuelta de la tuerca en la vida, que esa capacidad de adaptación y recuperación frente a una situación adversa, eso que llaman resiliencia, resultó ser algo que se aprende, se ejercita y se madura.
Soy una “pata caliente” sin redención posible. Irredimible. No hay ninguna esperanza de que deje de serlo. Sin embargo, me siento en casa. Amo esta ciudad. Esta luz. Estas miradas. Estos sabores. No he logrado dejar de mirar hacia atrás sino hasta ahora regresando a mi casa. Me fui de Caracas en 1989. Estoy de vuelta casi treinta años más tarde. Me asombro más y más con cada paso que doy, por lo indemne que está mi amor por este lugar. Tomo palabras de lo que dice mi viejo amigo, Carlos Rasquin, psiquiatra, desde el programa de Rondón que sigo escuchando, censura o no. Seguimos donde escogemos estar. No me dejo quitar mis hábitos. No me da la gana.

Ha sido un largo viaje, Un montón de aventuras. Puro aprendizaje.

Primero vivimos en los Altos Mirandinos, ciudad dormitorio de Caracas. Luego en Boynton Beach, Florida, por seis años y luego de vuelta a los Altos Mirandinos. Buscando un lugar propio, nos fuimos a la Isla de Margarita, y de ahí nuevamente a Florida, esta vez a Hollywood, por cuatro años más. Casi todo el año pasado lo vivimos en Buenos Aires, y desde allí el regreso a Caracas. A Venezuela. Siempre escuchando este programa casi todas las mañanas. Por años.

Es que pareciera que he aprendido a cuidar lo que amo. Esta vez, milagrosamente comencé por mí misma. Por fin.

Por otro lado, en la esquina de enfrente, Venezuela vive hoy, esta mañana, una alegría angustiosa. Pero soy una optimista incurable. Esto pasará, porque vivir en Venezuela es mi respuesta. Itaca. Ahora sabemos que en verdad todo pasa.

La mutua conveniencia es casi siempre una gran solución en las negociaciones. Venezuela me hacía mucha falta, y yo hago más falta en Venezuela. Lo “pata caliente” me viene de unas ausencias que no había resuelto. De unos vacíos que no había terminado de llenar. Parece que llegar a Caracas cierra un círculo mágico. He madurado estas carencias. Finalmente. Tengo sesenta y cinco años. Ya era hora. Sigo caminando para encontrar nuevas ausencias y otros vacíos que seguirán apareciendo. Hasta el final.

Entonces, sigamos. Gracias.